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¿De qué sirve una revolución tecnológica si nadie sabe leerla?

  • Foto del escritor: A González S
    A González S
  • 9 may
  • 4 Min. de lectura

Imaginemos un quirófano con inteligencia artificial. Un sistema de salud que predice, automatiza, aprende. Bases de datos que hablan entre sí con fluidez matemática, algoritmos que detectan patrones, plataformas que sugieren tratamientos con una precisión casi oracular. Ahora, pongamos a un médico frente a esa pantalla. Un profesional brillante, experimentado… que no sabe cómo prender el monitor.

No se trata de una escena de ciencia ficción, sino de una metáfora dolorosamente cercana a la realidad colombiana. Porque mientras las reformas sanitarias se esfuerzan por rediseñar las estructuras del sistema, y las tecnologías avanzadas prometen una eficiencia nunca antes vista, algo esencial se está quedando rezagado: las personas que deben hacer que todo eso funcione.

La alfabetización digital del talento humano en salud es, hoy, el eslabón frágil de una cadena que intenta sostener el peso de una transformación histórica. Y no, no hablamos de saber usar Word o enviar un correo. Hablamos de médicos capaces de interpretar dashboards clínicos, de enfermeras que comprenden los flujos de interoperabilidad, de administrativos que entienden qué significa validar un dato dentro de un ecosistema digital. En otras palabras, de profesionales que no solo operen máquinas, sino que piensen digitalmente.



Porque la salud digital no es solo tecnología. Es cultura. Y como toda cultura, necesita tiempo, inmersión y formación. Pero en Colombia, solo el 15% de los programas formativos en salud incluye módulos robustos en competencias digitales. Como si la transformación se pudiera firmar por decreto sin antes sembrarse en las aulas. Como si se pudiera exigir sin antes enseñar.

El problema es más hondo que una simple falta de cursos. Se trata de inercias curriculares, de docentes que no manejan las herramientas que deberían enseñar, de universidades que aún piensan la clínica como un espacio desconectado del entorno digital. Se enseña a auscultar, pero no a interpretar visualizaciones interactivas. Se forman médicos con bisturí, pero sin claves de acceso a los sistemas. Y luego, se les pide transformar el sistema.

La ironía es tan nítida como inquietante: mientras el sistema de salud sueña con algoritmos, muchos de sus actores aún tropiezan con el teclado.

Pero esto no es solo un problema de eficiencia. Es también —y sobre todo— un problema de equidad. Porque en la brecha digital también hay castas: los centros urbanos, con acceso a entornos tecnológicos, versus los rurales, donde el aprendizaje digital es un lujo exótico. Profesionales que saben navegar entre bases de datos clínicos y otros que apenas sobreviven entre formatos PDF. La alfabetización digital se ha convertido, así, en un nuevo umbral de exclusión. La nueva frontera invisible.

Algunas iniciativas, como las microcredenciales digitales o programas universitarios piloto, intentan apagar este incendio con goteros. Tienen buena intención, pero impacto limitado. No basta con cursos voluntarios: se necesita una revolución curricular y presupuestaria. No basta con plataformas bien diseñadas si no hay infraestructura para usarlas. No basta con decretar transformaciones si no se forma a quienes deben llevarlas a cabo.

Lo digital ya no es accesorio. Es lenguaje. Es modo de pensar. Es ética de trabajo. Y la alfabetización digital, por tanto, no puede seguir tratándose como una asignatura optativa. Debe ser transversal, obligatoria, continua. Desde el primer semestre hasta la última recertificación.

Porque, al final, no se trata solo de aprender a usar herramientas. Se trata de no perder el control. De no quedar atrapados en un sistema que funciona mejor para las máquinas que para los humanos. De formar profesionales que no teman al algoritmo, pero que tampoco lo veneren ciegamente. Que sepan cuándo confiar, cuándo corregir y, sobre todo, cuándo decir que no.

La reforma sanitaria colombiana avanza. Pero si quiere sostenerse, necesita de una fuerza laboral digitalmente alfabetizada, éticamente lúcida y críticamente formada. No basta con digitalizar el sistema: hay que humanizar la tecnología.

Y eso solo se logra con personas que sepan leer entre líneas de código… y entre líneas humanas.


Referencias

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