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Formación de Especialistas en Salud: Hacia un Paradigma Integral y Humanizado en Colombia

  • Foto del escritor: A González S
    A González S
  • 9 may
  • 4 Min. de lectura

En los pasillos clínicos del país —esos donde la bata blanca se confunde con el cansancio y el diagnóstico se da en menos de tres minutos—, la formación de especialistas ha sido, durante años, una suerte de carrera armada: más saberes, más títulos, más procedimientos. El problema es que en la prisa por producir expertos, olvidamos formar personas.

Y sin embargo, algo se mueve. La nueva Política Pública del Talento Humano en Salud 2024–2034, lanzada como quien extiende un plano de reconstrucción nacional, promete cambiar la lógica de fondo: dejar de formar médicos para el hospital y comenzar a prepararlos para el país.



Porque Colombia, conviene recordarlo, no es una clínica de cuarto nivel. Es un mosaico de realidades epidemiológicas, sociales y culturales, donde las enfermedades compiten con el hambre, el abandono y el olvido. ¿Qué sentido tiene formar especialistas en ciudades donde no ejercerán, para problemas que no verán, con herramientas que no usarán?

La política no es tímida: habla de Atención Primaria en Salud, de enfoque comunitario, de resolver antes de derivar, de prevenir en vez de intervenir. En el papel, suena como un giro civilizatorio. En la práctica, implica desmontar décadas de formación centrada en la técnica, y no en el vínculo.

Durante años, el especialista colombiano ha sido formado como si operara en un quirófano suizo: hipercompetente, pero aislado del entorno. Saber cortar, diagnosticar, derivar. Todo, menos escuchar. Todo, menos entender que una mamá wayuu no se “adhiere al tratamiento” porque no lo comprende, sino porque nunca lo eligió.

La política propone formar profesionales capaces de leer el contexto tanto como el hemograma. No para renunciar a la excelencia técnica, sino para anclarla en la realidad social. Como dice el nuevo credo: formar no solo clínicos, sino líderes del cambio. Gente que sepa que el dolor no siempre está en el órgano afectado, y que la medicina también se ejerce con la voz, con la paciencia, con el ejemplo.

La palabra mágica que aparece una y otra vez es humanización. Pero no como sinónimo de cortesía —eso sería apenas urbanidad—, sino como un acto clínico en sí mismo. Humanizar es reconocer que no se atiende a “un caso de HTA con EPOC”, sino a una mujer que cuida nietos, teme al cáncer y perdió a su esposo en una sala de urgencias sin respuestas.

Y aquí asoma la antítesis más feroz: mientras la medicina se tecnologiza, se reclama un retorno a lo humano. Mientras se construyen centros con resonancias de última generación, se pide formar médicos que sepan leer silencios. No es nostalgia: es necesidad. Porque una sociedad que desconfía del sistema sanitario necesita, más que cirujanos estrella, profesionales que sanen vínculos.

Claro, la política no ignora el mapa desigual. En Colombia, hay municipios con más vacas que médicos, y especialistas que no llegarían allí ni con helicóptero. Por eso se proponen incentivos, condiciones dignas, y algo más raro todavía: voluntad de quedarse. No se trata de obligar con contratos leoninos, sino de ofrecer razones para ejercer en donde más se necesita. Dignidad por reciprocidad.

Pero no bastan buenas intenciones. Para que esta transformación no se quede en powerpoints institucionales, habrá que enfrentar a varios enemigos silenciosos: currículos inmutables, hospitales que ven estudiantes como carga, profesores atrapados en el modelo antiguo, y egos profesionales que prefieren el bisturí al barrio.

Además, como toda gran reforma, esta exige orquestar sectores que no suelen dialogar: educación, salud, trabajo. La gobernanza es la palabra clave, pero también la más frágil. ¿Cómo coordinar actores con intereses tan disímiles? ¿Cómo asegurar que la academia no siga enseñando lo que el sistema ya no necesita?

Y aún así, el momento parece propicio. La pandemia dejó en evidencia lo que ya se intuía: que necesitamos médicos menos heroicos y más humanos. Que saber intubar no basta si no se puede consolar. Que la salud pública no empieza en los quirófanos, sino en las decisiones cotidianas que tomamos como país.

Esta política podría ser, si se concreta, el inicio de algo más profundo: una reconciliación entre ciencia y conciencia, entre técnica y ternura. Porque, al final, ¿de qué sirve formar un experto en trasplantes si no sabe mirar a los ojos de quien ya perdió toda esperanza?


Referencias

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