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Genomas y algoritmos: la revolución invisible que podría salvar —o dividir más— el sistema de salud colombiano

  • Foto del escritor: A González S
    A González S
  • 9 may
  • 5 Min. de lectura

Durante décadas, la salud en Colombia se ha pensado en términos de gestión: que si el giro directo, que si la UPC, que si la EPS. En resumen, un sistema donde el papel pesa más que el paciente. Pero el siglo XXI ha traído consigo un cambio sutil y brutal: ya no basta con reformar cómo se paga la salud; hay que transformar cómo se entiende. Y eso, curiosamente, no empieza en un despacho ministerial, sino en un laboratorio de biomoléculas… o en el fondo de un servidor lleno de datos.

La convergencia entre el conocimiento biomolecular y la estadística avanzada no es solo una moda académica con nombre largo. Es el intento —ambicioso, fascinante y profundamente riesgoso— de reprogramar el sistema de salud desde su núcleo epistemológico. De pasar de una medicina que reacciona a una que predice, que estratifica, que personaliza. Suena como ciencia ficción. Y tal vez lo sea. Pero en un país donde muchas veces la historia clínica todavía se escribe a mano, esta ficción podría ser la única esperanza de modernidad real.



Imagina esto: un sistema que, en lugar de esperar que enfermes para actuar, te identifica como propenso a una falla cardíaca por tus biomarcadores. Un algoritmo que no solo sabe que hay dengue en el barrio, sino que puede anticipar su brote antes de que llegue. Y que, además, lo hace sin necesidad de un ejército de epidemiólogos. Es la promesa de la medicina de precisión aliada con la estadística del big data. Es el bisturí guiado por satélite.

Colombia no es ajena a esta revolución. La Política de Bioeconomía lo dice con orgullo: la ciencia molecular ya no es cosa de países ricos. Ya hay pruebas CRISPR corriendo en laboratorios nacionales, diagnósticos basados en secuenciación y proyectos de medicina personalizada para enfermedades antes mal comprendidas. La paradoja es cruda: mientras unos hospitales carecen de algodón, otros analizan genomas.

Y ahí, precisamente, nace la antítesis que arde bajo esta promesa científica: la misma tecnología que puede cerrar brechas sanitarias podría también ampliarlas brutalmente. Porque si solo los hospitales de alta complejidad en Bogotá o Medellín pueden aplicar estas tecnologías, el resto del país —el 80%— seguirá atrapado en el siglo pasado, donde el diagnóstico se hace con fonendoscopio y suerte.

Tampoco es menor el otro lado de la ecuación: el dato. Las estadísticas que antes solo se usaban para informes ya pueden ser instrumentos clínicos. Pero no cualquier estadística: hablamos de aprendizaje automático, redes complejas, modelos que “aprenden” solos. El DANE y el INS ya lo intentan: crear indicadores que no solo midan, sino que orienten acción en tiempo real. Un dashboard nacional de la salud, dicen. Pero hasta ahora, el país real sigue esperando la conexión WiFi.

Y no olvidemos la formación. ¿De qué sirve tener herramientas de última generación si el médico rural nunca recibió entrenamiento en bioinformática? ¿Qué sentido tiene pedir análisis multivariados a epidemiólogos que aún luchan con Excel? La convergencia científica sin convergencia pedagógica no transforma: excluye.

¿Estamos listos para esta transformación? No del todo. La infraestructura tecnológica es fragmentaria, las bases de datos son celosamente compartimentadas, y los equipos de análisis suelen estar al servicio del informe, no de la estrategia. Hay un abismo entre el potencial y la realidad, y ese abismo solo puede cruzarse con inversión, voluntad política... y mucha pedagogía.

Y sin embargo, hay un punto luminoso en todo esto. Por primera vez, la transformación del sistema de salud no depende solo de mover sillas institucionales o cambiar nombres de entidades. Depende de insertar ciencia —de verdad, no solo discurso— en el corazón del sistema. De que una prueba molecular pueda llegar al Chocó con la misma facilidad con que llega a Chapinero. De que un algoritmo no reproduzca el sesgo de quien lo entrenó, sino que lo corrija.

Porque si la revolución biomolecular y estadística no logra aterrizar en la ruralidad, en la periferia, en el barrio sin internet... entonces no será revolución. Será élite con bata blanca. Ciencia para unos pocos. Tecnología que mira desde lejos, sin tocar.

Colombia tiene ante sí una posibilidad única: dejar de ser un país que importa tecnologías para convertirse en uno que las piensa, las adapta y las universaliza. Y eso no se logra solo con microscopios, sino con visión política, pedagogía científica y una ética radical de equidad.

La pregunta, entonces, no es si estas tecnologías pueden transformar el sistema de salud. Es si estamos dispuestos a permitir que lo hagan para todos.


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