La Resolución que quería ordenar el caos: crónica de una habilitación en obra
- A González S
- 9 may
- 5 Min. de lectura
En Colombia, hacer que un hospital funcione con orden, calidad y lógica regulatoria es algo así como ponerle corbata a un jaguar: posible, sí, pero no sin riesgos ni rasguños. La Resolución 3100 de 2019 nació con ese espíritu civilizador. Fue la tentativa más ambiciosa del Ministerio de Salud por domesticar la selva normativa de la habilitación sanitaria. Venía a reemplazar a su predecesora, la 2003 de 2014, que ya se veía como un mapa dibujado antes del GPS: útil, pero insuficiente para el terreno real.
Desde entonces, y como todo artefacto legal que aspira a ser operativo, la 3100 ha pasado por múltiples quirófanos normativos. El bisturí más reciente fue la Resolución 544 de 2023, seguida de cerca por la 648. Más que simples ajustes, fueron una suerte de cirugía reconstructiva: redefinir, simplificar, ajustar tiempos, volver a preguntarse —otra vez— qué entendemos por “prestador”, “sede”, o incluso por “servicio de salud”. Términos que, en teoría, todos conocíamos, pero que en la práctica se interpretaban como una partitura sin director.

La 544 no fue un capricho. Vino a reconocer que muchas de las reglas anteriores, aunque bien intencionadas, estaban diseñadas con el ojo de Bogotá y no con los pies del Amazonas. Porque una IPS de alta complejidad en Medellín no se enfrenta a los mismos retos que una unidad básica en La Guajira. En ese sentido, la resolución intentó algo tan sensato como raro: ajustar la norma a la realidad, y no al revés. Una pequeña revolución semántica que, al redefinir conceptos, cambió prácticas enteras.
Pero si la 544 fue una suerte de rediseño conceptual, la 648 trajo una bocanada de oxígeno: plazos extendidos. Porque no basta con decirle a un prestador qué debe hacer; hay que darle tiempo realista para hacerlo. Especialmente si hablamos de instituciones que, entre pagar nóminas y evitar apagones, tienen poco margen para la actualización normativa. Así, el Ministerio reconoció —tácitamente— que no todos pueden correr al mismo ritmo, y que la equidad regulatoria comienza por respetar la desigualdad estructural.
Esto último, por cierto, no es una metáfora. En Colombia, hay prestadores que cuentan con departamentos jurídicos, ingenieros en normatividad y asesores externos. Y hay otros que operan desde casas adaptadas, sin internet constante, con el médico haciendo también de facturador. Pedirles a ambos lo mismo, con el mismo cronograma, no es exigencia: es ironía trágica.
Pero no todo es culpa de la norma. Muchos prestadores enfrentan estos cambios con el mismo entusiasmo con el que uno revisa una póliza de seguros: sabiendo que es importante, pero temiendo lo que no entiende. Porque, en efecto, la letra regulatoria a veces se escribe con tanta precisión técnica que olvida el lenguaje humano. Por eso, la implementación de estas modificaciones no depende solo de lo que dice el decreto, sino de cómo lo interpretan quienes deben aplicarlo. Ahí entran las Secretarías de Salud, que más que vigilantes deberían ser traductores, pedagogos, facilitadores del tránsito normativo.
El problema es que ellas también llegan con su propio equipaje: capacidades dispares, recursos limitados, interpretaciones disímiles. En teoría, son los brazos técnicos del Estado; en la práctica, son una lotería de criterios. Así, lo que es exigido en Antioquia puede ser ignorado en Casanare. La habilitación sanitaria, entonces, se convierte en una especie de prueba de ciudadanía regulatoria: dependerá de dónde estás, no de lo que haces.
Y sin embargo, algo importante está ocurriendo. Porque más allá del lenguaje técnico, estas modificaciones revelan una intención política que merece ser reconocida: la de construir un sistema de habilitación más claro, más sensible al contexto, más compatible con la vida real de quienes prestan servicios de salud. Se está intentando, al menos en papel, salir del modelo de checklist infinito para entrar en uno donde la habilitación sea un proceso vivo, articulado con la calidad, no simplemente una barrera burocrática.
Ahora bien, no podemos ser ingenuos. Estos avances, si no van acompañados de una transformación cultural —no solo normativa—, corren el riesgo de quedarse en PDF. Porque implementar un nuevo marco exige algo más que circulares y cronogramas: exige convencer, capacitar, acompañar. Exige, incluso, romper con la idea de que el cumplimiento normativo es una carga y no una oportunidad para mejorar.
La habilitación, en el fondo, no debería ser una camisa de fuerza, sino un espejo bien calibrado: uno que refleje lo que hacemos y nos obligue a mejorar. Para eso, sin embargo, hace falta más que normas. Hace falta voluntad política, diálogo técnico, y sobre todo una ética institucional que no mida la calidad en metros de archivo, sino en resultados para los pacientes.
Si Colombia logra que esta evolución normativa sea algo más que una colección de resoluciones con nombre de número, si logra traducir la complejidad legal en claridad operativa, entonces quizá estemos presenciando algo verdaderamente extraordinario: el raro momento en que una norma no entorpece, sino que empuja.
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