La Transformación Digital del Sistema de Facturación en el Sector Salud Colombiano
- A González S
- 9 may
- 4 Min. de lectura
En un país donde los formularios han sido casi tan eternos como los cafetales y los sellos húmedos han gozado de más autoridad que la firma electrónica, la transformación digital del sistema de facturación en el sector salud colombiano no es apenas un ajuste técnico. Es una ruptura cultural. Una tentativa audaz —y no exenta de sobresaltos— por civilizar el caos administrativo que durante décadas ha desangrado recursos, tiempo y confianza.
Lo que comenzó con la Resolución 2275 de 2023 como una formalidad normativa —la integración obligatoria de los Registros Individuales de Prestación de Servicios de Salud (RIPS) en la Factura Electrónica de Venta (FEV)— pronto reveló su verdadera dimensión: la de una cirugía profunda a la burocracia médica, de esas que requieren más que anestesia... paciencia, articulación, voluntad política y, por supuesto, conectividad estable.

El Ministerio de Salud, que en otros tiempos había sido más reactivo que visionario, esta vez parece haber entendido que transformar no es simplemente digitalizar. No se trata de escanear lo antiguo, sino de repensar lo esencial. La iniciativa no busca solo mayor transparencia, aunque ese sea su mantra oficial. Busca, también, que las instituciones de salud hablen entre sí en un idioma común. Que lo clínico y lo contable, históricamente divorciados, se reconcilien al fin en un mismo archivo XML.
Pero el papel aguanta todo, incluso la ilusión de que semejante viraje puede lograrse en tres meses. Por eso llegó la Resolución 558 de 2024, una suerte de reconocimiento tácito de que el país real se mueve a otra velocidad. La implementación fue aplazada hasta octubre, y con ella llegó el tono más prudente, menos épico. Colombia no solo estaba cambiando de sistema: estaba aprendiendo a no tropezar dos veces con el mismo decreto.
Claro, no todos caen de pie en esta danza digital. Mientras algunas grandes IPS se adaptan como si hubieran esperado este momento durante años, otras —especialmente en zonas rurales— enfrentan la novedad como se enfrenta a una tormenta eléctrica en plena faena: con desconcierto, pero sin escapatoria. El acceso desigual a la infraestructura tecnológica corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de exclusión, disfrazada de modernización.
Aquí aparece la paradoja más hiriente del proceso: cuanto más se sofistica el sistema, más vulnerable se vuelve el que carece de medios para seguirle el ritmo. Lo digital, que prometía nivelar el terreno, puede terminar inclinándolo. El médico de pueblo, que antes enviaba facturas por correo físico, ahora debe validar cada servicio a través de una plataforma que se cuelga más que un festón navideño. El progreso, a veces, parece una broma pesada con interfaz gráfica.
Sin embargo, hay que decirlo: el proceso no ha sido sordo. Las resoluciones que siguieron —la 1884 entre ellas— mostraron cierta flexibilidad institucional inusitada. Se ajustaron campos, se eliminaron requisitos innecesarios, se suavizaron cargas. Es como si el Estado, por una vez, se permitiera escuchar al usuario antes de castigarle el error.
La entrada plena en operación, prevista para octubre de 2024, marcará un antes y un después. No porque vaya a resolverse de golpe el infierno kafkiano de las autorizaciones médicas, sino porque se habrá dado un paso irreversible hacia la trazabilidad. El rastro de cada atención dejará de ser papel suelto y será código con memoria. Las EPS no podrán alegar desconocimiento de procedimientos, ni los prestadores alegar ignorancia de las reglas. La tecnología, usada con intención, puede ser también un antídoto contra la impunidad contable.
Pero no nos engañemos: la digitalización no es sinónimo de justicia. Un sistema más eficiente no es automáticamente más equitativo. Y la modernización, si no se diseña con sensibilidad territorial, puede ser apenas una nueva forma de castigar la precariedad.
Lo que está en juego, en última instancia, no es solo el balance contable del sistema, sino la legitimidad de un Estado que quiere demostrar que puede modernizarse sin dejar a nadie atrás. Que puede pasar del sello al clic, sin sacrificar humanidad ni sentido.
Colombia está intentando hacer algo difícil y necesario: convertir el dato en confianza. Falta ver si el sistema, los actores, y sobre todo los olvidados de siempre, podrán digerir este cambio antes de que los plazos digitales se vuelvan otra forma de exclusión analógica.
Referencias
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