Entre jeringas y sospechas: el fenómeno antivacunas y su cortejo con el poder en las Américas
- Roy McKenzie.
- 9 may
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 26 may
En un continente donde las pandemias cabalgan como jinetes sobre grietas políticas y las vacunas alguna vez fueron recibidas como elixires civilizatorios, hoy la aguja ya no siempre simboliza esperanza. En cambio, se ha vuelto objeto de sospecha, de resistencia… y, en ciertos despachos de poder, de conveniencia.
El movimiento antivacunas en las Américas —esa amalgama de escepticismo, desinformación y cálculo político— no es solo una nota a pie de página en la historia de la salud pública. Es una fuerza que se ha colado por las rendijas de los sistemas institucionales, infiltrando no solo la opinión pública, sino también las decisiones que, paradójicamente, deberían protegerla. Como una fiebre que no rompe, pero tampoco se disipa.

Desde aquel día de 1796 en que Edward Jenner convenció a un niño de enfrentarse a la viruela con pus de vaca —literalmente—, las vacunas han generado tanto asombro como resistencia. Pero lo que antes era temor a lo desconocido, hoy se ha sofisticado en forma de desinformación viral. No viral en el sentido biológico, sino digital: una epidemia de datos falsos con mayor tasa de contagio que cualquier sarampión.
En esta nueva era, no se necesita una sotana ni una pancarta para sembrar dudas. Basta una cuenta en redes sociales, un micrófono parlamentario o, peor aún, una plataforma electoral.
En la Venezuela del siglo XXI, donde los hospitales tienen más telarañas que insumos y la medicina es contrabando o milagro, las vacunas han quedado atrapadas en un limbo burocrático. El discurso oficial dice “sí” a la inmunización, pero la práctica balbucea un “tal vez”. Como si el compromiso sanitario se redactara en papel mojado.
En medio del colapso institucional, las narrativas antivacunas encuentran terreno fértil: no tanto porque la población abrace teorías conspirativas de origen californiano, sino porque la ausencia de servicios, claridad y confianza deja espacio para cualquier otra cosa. Y cuando el Estado vacila, el rumor llena el vacío como una plaga invisible.
Algunos funcionarios, sobre todo en niveles intermedios, han comenzado a coquetear con discursos alternativos. No por convicción, sino por conveniencia: ¿para qué defender vacunas que no llegan, o que vienen envueltas en tensiones geopolíticas? Mejor abrazar el escepticismo y evitar rendir cuentas. Total, la culpa —como siempre— puede achacarse al “imperio”.
Estados Unidos: cuando la aguja se volvió bandera
En el otro extremo del espectro —aunque, irónicamente, compartiendo síntomas—, Estados Unidos ha convertido la vacunación en un marcador tribal. No ya de salud, sino de ideología. En algunas regiones, vacunarse es casi un acto de traición al partido, una señal de sumisión al “Estado profundo”. El bisturí ha sido reemplazado por el eslogan.
Lo que en principio era un movimiento marginal, ha sido amplificado por legisladores, gobernadores e influencers como si se tratara de una cruzada moral. El resultado: leyes que facilitan la exención de vacunas escolares, hospitales bajo asedio ideológico y una población donde la inmunidad de rebaño se vuelve tan ilusoria como el consenso político.
El libertarianismo, ese viejo conocido de las tierras del Tío Sam, se alía con teorías de la conspiración y da a luz un nuevo tipo de funcionario: el tomador de decisiones que defiende la libertad de no creer en la ciencia, pero se vacuna en privado "por si acaso".
Américas en espejo: convergencias y disonancias
La comparación regional nos ofrece un espectáculo tan inquietante como instructivo. Mientras Canadá o Uruguay —donde la política todavía guarda cierta compostura— resisten con instituciones robustas, otras naciones como Brasil o México han oscilado entre campañas ejemplares y declaraciones delirantes. ¿La constante? Allí donde la desigualdad campea y la desconfianza hierve, los discursos antivacunas se filtran como agua en techo roto.
No se trata solo de ignorancia, sino de arquitectura institucional. La Comisión Económica para América Latina lo dice sin rodeos: cuanto más frágil el sistema, más permeables los gobernantes a la seducción del populismo inmunológico.
La seducción del escepticismo
¿Cómo logran estas narrativas abrirse paso entre quienes deberían saber más? Como vendedores de crecepelo en un carnaval, los emisarios del antivacunismo ofrecen respuestas simples a problemas complejos: libertad en vez de ciencia, “información alternativa” en lugar de estudios clínicos.
A veces se trata de oportunismo electoral, otras de presiones externas disfrazadas de patriotismo. Pero en todos los casos, la decisión de un gobernante de ceder ante estas voces tiene consecuencias muy reales: niños sin vacunas, brotes de enfermedades extintas, sistemas de salud desbordados por causas perfectamente evitables.
Epílogo con aguja: ¿inmunizar al poder?
Este fenómeno no es, como podría pensarse, una anomalía pasajera. Es un síntoma de algo más profundo: la erosión de la confianza, la fragmentación del sentido común, la colonización del Estado por discursos que antes solo vivían en los márgenes.
Si queremos revertir esta tendencia, no bastará con campañas informativas o con “desmentidos” en redes sociales. Habrá que vacunar también al poder: fortalecer instituciones, blindar políticas públicas del cálculo electoral, y recordar —con firmeza y sin cinismo— que las vacunas, como la democracia, requieren confianza para funcionar.
Y esa confianza, como todo lo valioso, se construye con tiempo, verdad… y un poco de coraje.












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